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Por Renato Consuegra

El sexenio pasado dejó una herida profunda en el ecosistema emprendedor de México. Entre 2019 y 2023, alrededor de 1.4 millones de MiPyMEs murieron, de acuerdo con el Estudio sobre la Demografía de los Negocios 2023 del INEGI. La cifra es aún más dramática si se recuerda que, durante la etapa más dura de la pandemia, entre 2019 y 2021, más de 1.6 millones de pequeñas y medianas empresas cerraron de manera definitiva. Detrás de cada número había familias enteras, sueños personales y proyectos que representaban fuentes de empleo, innovación y dinamismo económico en sus comunidades.

Las razones de esta mortandad son múltiples, pero convergen en la falta de un piso parejo para las MiPyMEs. La desaparición del Instituto Nacional del Emprendedor en 2019 significó dejar huérfanas a miles de empresas que encontraban ahí capacitación, financiamiento y acompañamiento. En su lugar quedó un vacío que jamás se llenó. Luego vino el golpe letal del COVID-19, con cierres prolongados, caída en la demanda, y un gobierno que, a diferencia de otros países, decidió no ofrecer paquetes de rescate ni estímulos fiscales específicos para el sector. A ello se sumó el viejo lastre: la falta de liquidez, la limitada inclusión financiera, el acceso restringido a créditos y la carencia de herramientas de gestión para competir en un mercado cada vez más complejo.

Así, el sexenio pasado se convirtió en una pesadilla para el 99.8% de las empresas del país, que son precisamente las micro, pequeñas y medianas. Y aunque muchas resistieron con ingenio y resiliencia, la verdad es que millones quedaron en el camino. El costo no fue solo económico: también se perdió confianza en las instituciones y en la capacidad del Estado para acompañar a quienes generan más del 70% del empleo en México.

Hoy, el panorama se presenta con un discurso renovado, pero aún lleno de incertidumbre. El nuevo gobierno ha anunciado el llamado Plan México, que busca atraer inversión y fortalecer a las MiPyMEs con más acceso al financiamiento, con la promesa de que el crédito crezca de forma sostenida hasta 2030. También se habla de inclusión financiera, de digitalización y de abrir espacios a la sostenibilidad como un requisito competitivo. Los acuerdos con la banca son un primer paso: se pretende incrementar el financiamiento anual en 3.5% y reducir costos de acceso.

El discurso suena alentador, pero la experiencia obliga a la cautela. El sector no necesita únicamente anuncios, sino mecanismos claros, transparentes y accesibles. Hace falta una política integral que acompañe al emprendedor desde la formalización, que lo inserte en cadenas de valor internacionales y que le permita sobrevivir a los embates de crisis externas como la que representa la política arancelaria de Donald Trump. De lo contrario, las promesas quedarán en el aire y las MiPyMEs seguirán librando la batalla solas.

El reto es inmenso y el tiempo apremia. México no puede permitirse otro sexenio de abandono a su columna vertebral productiva. Porque cada MiPyME que muere no es solo un negocio que se apaga: es una oportunidad perdida de construir un país más justo, próspero y con futuro.

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