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Por Rosalba Azucena Gil Mejía

La figura femenina no es un símbolo estático ni un ideal romántico: es una fuerza real, cotidiana, viva. Sostiene hogares, transforma comunidades, lidera países, cambia la historia. Lo femenino —en todas sus formas— ha sido impulso silencioso durante siglos. Hoy, exige y merece visibilidad, espacio y reconocimiento.

En política, Claudia Sheinbaum ha marcado un precedente histórico al convertirse en la primera mujer en ocupar la presidencia de México, abriendo un nuevo horizonte para la representación femenina en el país. Cuando la científica Katalin Karikó insistió durante años en desarrollar vacunas basadas en ARN mensajero (descubrió cómo modificar el ARN mensajero (ARNm) para que pudiera usarse en vacunas), no imaginaba que su trabajo salvaría millones de vidas en plena pandemia y lo hizo. Cuando Simone Biles decidió priorizar su salud mental durante los Juegos Olímpicos, rompió paradigmas sobre fortaleza y vulnerabilidad. Cuando Rigoberta Menchú elevó la voz de los pueblos indígenas en el mundo, redefinió la dignidad como herramienta de justicia.

Reconocer la contribución femenina en los distintos ámbitos de la sociedad no es una concesión, sino un acto de justicia. Avanzar hacia una participación más equitativa requiere el compromiso colectivo de garantizar entornos incluyentes, donde el talento, la preparación y la vocación puedan desarrollarse plenamente, sin distinción de género. El reconocimiento de la diversidad no debilita a las instituciones: las fortalece.

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