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Por Rosalba Azucena Gil Mejía.

Durante décadas, muchas personas fueron educadas bajo ideas limitantes: “eso no es para ti”, “no te corresponde”, “no vas a poder”. A otras se les dijo: “no llores”, “sé fuerte”, “no te puedes equivocar”. Así, se encajonaron sueños, talentos y hasta emociones, en estereotipos que hoy, por fortuna, estamos aprendiendo a cuestionar e ir superando y venciendo.

Cada vez que una niña levanta la mano con seguridad, cada vez que un niño expresa sus emociones sin miedo, cada vez que una persona asume una responsabilidad sin que su identidad o expresión de género sea un obstáculo, estamos transformando una historia que durante mucho tiempo fue desigual.

Romper estereotipos no es una moda: es un acto de justicia. Es reconocer que las oportunidades deben estar al alcance de todas y todos, sin importar su género, identidad, origen o trayectoria. Implica dejar de ver lo distinto como una amenaza y empezar a verlo como una posibilidad.

En el ámbito de la justicia, este cambio es urgente. Se necesitan instituciones que no reproduzcan prejuicios, sino que garanticen igualdad sustantiva. Se necesitan voces diversas, experiencias múltiples, personas preparadas y sensibles que comprendan que aplicar la ley no es repetir fórmulas, sino actuar con ética, humanidad y conciencia del contexto.

Hoy, más que nunca, estamos invitados a construir una sociedad más justa e incluyente. Una en la que el talento no se mida por apariencias ni por expectativas tradicionales, sino por la preparación, la ética y el compromiso por el bien común.

El futuro que queremos se empieza a escribir con decisiones como esta: abrir espacios, romper muros, impulsar, confiar y acompañar. La justicia no puede ser plena mientras existan barreras para alguien. Y romper esas barreras es tarea colectiva.

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