Por: Jorge A. Castañeda Morales
Aunque con unas horas de retraso, por fin tenemos paquete económico. No es el mejor presupuesto de la historia, como presume el gobierno, ni el peor que nos llevará a la ruina, como vocifera la oposición sin rumbo. Es, en gran medida, un presupuesto inercial que ilustra de nuevo las debilidades estructurales del Estado mexicano, sobre las que vale la pena hacer algunos apuntes.
El presupuesto apunta a un déficit, entendido en la medida más amplia como los RFSP, de 4.1% del PIB, mientras que el de este año se revisó a 4.3 por ciento. Tanto las cifras actuales como los pronósticos del próximo año son altos, pero apuntan en la dirección correcta. Conviene recordar que la administración anterior dejó a su “sucesora” un déficit de 5.7% del PIB, muy por encima de lo sostenible en una economía crónicamente estancada.
En ingresos, se prevén recursos presupuestarios totales equivalentes a 22.5%, un ligero aumento frente a los del año en curso, estimados en 21.9% y que quedaron cortos respecto al monto aprobado por el Congreso. Los tributarios crecerían al 15.1% del PIB a partir de nuevos impuestos especiales y algunos ingresos tarifarios. A ello se suma la esperanza de que, una vez más, los ingresos petroleros complementen, aunque este año volvieron a quedarse cortos. Estamos, otra vez, ante ingresos tributarios muy bajos que se sueña complementar con ingresos petroleros, aunque México ya no sea un país petrolero. La baja recaudación es una de las debilidades crónicas del Estado mexicano. Hablar de reforma fiscal se volvió un lugar común: si fuera tan sencillo elevar la recaudación, ya se hubiera hecho.
Esta debilidad crónica en los ingresos se refleja también en el lado del gasto. Aunque el presupuesto total supera los 10 billones de pesos, el margen de maniobra es casi nulo. Los gastos “rígidos” —transferencias a estados (aportaciones y participaciones), programas sociales, pensiones contributivas y no contributivas, y el costo financiero— representan aproximadamente 67% del gasto total para 2026.
El margen de maniobra del gobierno se reduce a ese 33% restante, de donde debe cubrir salud, educación, seguridad, servicios públicos, etc. Esta rigidez y la imposibilidad de salir de ella por las limitantes de ingresos y los pasivos que tiene el gobierno, hacen prácticamente imposible llevar a cabo grandes cambios de política pública en salud, educación o seguridad: todos ellos problemas estructurales de México para los que, simplemente, no hay recursos.
En este contexto, es de celebrarse el repunte de la inversión pública. Se anuncia un presupuesto de programas y proyectos prioritarios de inversión por 526,000 millones de pesos. De estos, los trenes tienen 104,000 millones —en rutas que parecen tener más sentido que el Tren Maya—, además de una inversión significativa para Pemex y CFE que supera los 300,000 millones de pesos. Ayuda, aunque en el caso de la CFE se requieren muchos más recursos para nuevas plantas de generación y la urgente inversión en transmisión. Pemex, además de este presupuesto, recibirá una transferencia de 263,000 millones de pesos —casi 15,000 millones de dólares— para hacer frente a los enormes pagos de deuda que le esperan el próximo año.
En resumen, es un presupuesto conservador e inercial. Pero las debilidades crónicas del Estado mexicano, que se han manifestado desde el 2000, siguen ahí. Tenemos un Estado que recauda poco —y que tampoco puede justificar políticamente un aumento— y que está atado de manos para definir sus prioridades de gasto.