TRENDING

Por Rosalba Azucena Gil Mejía

Hay figuras que no necesitan ocupar un cargo para ejercer liderazgo. Hay voces que no hacen discursos, pero guían con firmeza. Hay presencias que, sin buscar reconocimiento, dejan huellas profundas. Nuestra madre es eso: raíz, sostén y brújula.

En estos días, al mirar hacia adelante y pensar en el camino recorrido, vuelvo a ella. A su fuerza silenciosa, a su capacidad inagotable de entrega. A la forma en que, sin pedirlo, nos enseñó a caminar con dignidad, a cuidar con responsabilidad, a hablar con verdad.

Para muchas personas, su madre representa ese primer contacto con la justicia: con lo que es correcto, con lo que duele y se repara, con lo que se defiende aunque cueste. Porque hay una pedagogía cotidiana en el amor materno que no se estudia en manuales, pero que forma el carácter de quienes aspiramos a servir.

Ella ha sido la piedra angular de lo que somos. No desde el sacrificio romántico, sino desde la convicción de que construir personas íntegras era su tarea más importante. Gracias a ella, a su temple, a su humanidad, hoy somos personas que creen en el trabajo, en la palabra, en la justicia.

En mi caso, no puedo imaginar mi vocación sin pensar en su ejemplo. En esa forma de ejercer el poder más puro: el que transforma sin imponerse. El que guía sin aplastar. El que ama, incluso cuando duele. Esa forma de poder también merece ser reconocida y llevada a lo público.

Por eso, en este día tan significativo, no solo celebro a mi madre, sino a todas las mujeres que han sido raíz y refugio, impulso y claridad. Ellas no solo construyen familias: sostienen comunidades enteras. Y recordarlo también es un acto de justicia.

Portada de hoy:

Edición Digital:

Más reciente: