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Por Rosalba Azucena Gil Mejía

Hay un origen silencioso que todo lo impulsa. No es visible a primera vista, pero se manifiesta en la forma de mirar la vida, de asumir responsabilidades y de sostener principios incluso cuando todo alrededor cambia. Ese origen, en mi historia, tiene nombre: mi madre.

Lo que soy —mi compromiso, mi vocación, mi carácter— se sostiene en la fuerza cotidiana de quien me enseñó a ser firme sin dejar de ser compasiva, a hablar claro sin dejar de escuchar, a hacer sin esperar reconocimiento. De ella aprendí que el verdadero poder está en sostener, en cuidar, en estar.

En la vida pública, como en la vida personal, lo verdaderamente transformador no siempre se ve. Pero se siente. Se refleja en las decisiones que tomamos, en la forma en la que caminamos hacia adelante sin olvidar de dónde venimos.

A ti, mamá, gracias por ser raíz y guía. Por enseñarme que el deber no se impone, se abraza. Que el liderazgo no se grita, se ejerce. Que la justicia empieza por casa, por la forma en que tratamos a quienes nos rodean, por la integridad con la que nos conducimos, incluso cuando nadie nos observa.

Hoy camino convencida de que esa enseñanza es también política. Porque el servicio público requiere humanidad, coherencia y fuerza interior. Requiere, como tú, presencia constante, incluso en silencio.

A ti te debo todo lo que soy. Y desde ese origen, construyo cada paso de lo que está por venir..

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