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Por Rosalba Azucena Gil Mejía

Hay quienes creen que lo que una persona logra se debe a la suerte. Que las puertas se abren solas. Que el destino acomoda. Pero hay una verdad más honda, menos visible: detrás de cada certeza hay trabajo. Detrás de cada logro, una historia que no siempre se cuenta.

Creer en uno mismo no es una fórmula mágica. Es una decisión cotidiana. Es levantarse cada día con la convicción de que ese deseo que arde adentro no es un capricho pasajero, sino una necesidad profunda. A veces, incluso, un grito de auxilio transformado en misión. Porque cuando se ha vivido la carencia, cuando se ha sentido el vacío de lo injusto, el deseo de justicia no es teórico: es urgente. Es real. Y entonces, nace la vocación.

Una vocación no siempre se hereda, a veces se sobrevive. Se construye en la intimidad del esfuerzo que nadie ve, en los días en que hay que apostar todo sin garantías, en las noches en que solo la fe propia sostiene. Esa fe no es ciega: es lúcida. Se basa en saber quién eres, de dónde vienes y hacia dónde te diriges. No para ocupar un lugar, sino para transformarlo.

Hay un tipo de deseo que no pide permiso, que no se explica, pero se siente con una claridad que asusta. Es la certeza de que naciste para algo más grande que tú. Que tu historia —con sus vacíos, sus dolores y sus aprendizajes— te ha preparado para proteger lo que es importante. Para cuidar. Para servir.

Eso es lo que muchas veces no se ve. Que detrás de una trayectoria hay pasos silenciosos, renuncias, constancia. Que la verdadera fuerza no es la que se exhibe, sino la que se entrega. Que la vocación no es un destino glorioso, sino una decisión diaria que se renueva con disciplina, con convicción, con el deseo de ser parte de la solución.

Porque sí: hay quienes se mueven por ambición. Y hay quienes se mueven por propósito. Por esa intuición profunda de que creer en algo, con todo el corazón, puede no solo transformar una vida, sino sostener muchas otras.

Creer es un acto político. Es resistir al cinismo, al desánimo, a la comodidad. Es seguir, aunque duela. Apostar, aunque cueste. Cuidar, aunque no se note. Servir, aunque no se aplauda.

Y es que cuando el deseo nace de esa raíz, no hay marcha atrás. Porque lo que te llama no es una meta, es una verdad interior. Y cuando esa verdad te habita, ya no caminas sola: caminas con propósito. Con sentido. Con fuerza.

Con la fuerza de creer.

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